En el barrio de La Atalaya, antiguo poblado aborigen, es de los pocos sitios de Europa donde todavía se cocina con cacharros de barro y se utilizan otros cuencos para tostar el millo y café. También observamos la existencia de numerosas cuevas en donde se utilizan los hornos antiguos de piedra. Hoy en día se resiste a perder su arte arcaico y su encanto nativo. Tras la desaparición de los grandes maestro de la elaboración de la losa que fueron Panchito y Antonia ‘La Rubia’, en la actualidad encontramos jóvenes y asociaciones que mantienen viva la tradición siguiendo la técnica aborigen.
La utilización de platos congelados y la vitrocerámica, o los sencillos y rápidos microondas, no han conseguido hacer desaparecer esta elaboración tradicional de los cuencos y vasijas de barro, cuyo uso común no es tan rentable como lo es la venta del objeto artesanal y decorativo. Excavado en cuevas blanqueadas y localizado en la parte más alta del Monte Lestiscal, junto al sinuoso barranco de Las Goteras, el pago de La Atalaya mantiene viva la tradición alfarera de padres a hijos, aunque cada vez en menor escala, pero en hilo directo con la cultura de los antiguos pobladores de esta islas.
Tras la conquista, una modesta, pero variada, industria artesanal atendía la demanda de servicios y utensilios domésticos a través de un largo capítulo de oficios: carpinteros, zapateros, herreros, curtidores, silleros, albañiles, aserradores o estereros, o etcétera, que cubrían las necesidades de la población, aprovechando la materia prima del bosque inmediato. La agricultura, el pastoreo, la elaboración de quesos y la artesanía eran actividades frecuentes en esta sociedad desde sus inicios, además de la ocupaciones ligadas al cultivo y producción del azúcar, como las cañavereros, refinadores y purgadores.
A comienzos del siglo XIX, la alfarería de La Atalaya continuaba siendo la principal actividad artesanal en la Vega, aunque también la actividad de confección de tejidos era una pujante industria en este pueblo, que contaba con 120 telares, de los que salían ropas bastas, mantas para las camas y otros géneros de regular calidad destinados a la población. En 1802, la gran mayoría de las mujeres del pago talayero se dedicaban al oficio locero. Ese año la producción semanal era de tres a cuatro docenas de piezas, según las estadísticas del comisionado Escolar y Serrano.